En la Feria encontramos una de esas historias de fantasmas de ese otro mundo inexplorado, que entre los tantos otros que nos vamos a encontrar en esa misma Feria pero de «carne y hueso» pasaría casi desapercibida, sin embargo, resume tan a las claras el romanticismo de las apariciones espectrales victorianas que sería imposible pasarlo por alto o citarla en cualquier otro apartado de esta guía. Nuestra historias de fantasmas -¿o acaso una moderna leyenda?- nos cuenta que en la Feria ya no se cabía debido a la afluencia de turistas y visitantes, todo ello sumado al festivalero espíritu sevillano, y así las cosas se decide trasladar su ubicación del tétrico enclave del Prado de San Sebastián al barrio de Los Remedios, era el año 1973.

Las calles del real tomarían los nombres de ilustres toreros sevillanos y la noche sería adornada por miles de bombillas abrazadas a un farolillo que llenarían de luz y color las calles de amarillo albero del recinto. En ella se han vivido todo tipo de anécdotas, historias, pasiones y andanzas.

Una de ellas nos ubica en la década de los 9. En los albores del siglo XX Sevilla seguía su Feria, y en ella un vigilante de seguridad de la calle Ignacio Sánchez Mejías, llegadas altas horas de la madrugada, se dispuso a echar los toldos de la caseta. En el interior no quedaba nadie, nadie salvo él. Serían las cinco de la mañana del primer día oficial de feria cuando en el interior de la misma irrumpe un individuo ataviado con traje corto y sombrero cordobés. En su chaquetilla azabache destacaba un clavel rojo sangre y con andar firme, sereno y poco dubitativo entró hasta la barra del bar, allí, cogió una botella de vino fino -el hecho ya era chocante para nuestro vigilante de seguridad pero que no se decantara por la emergente manzanilla-, fue un detalle que no le pasó inadvertido. Aquella persona, elegante pero a la vez desarbolada, se sirvió esa copa, le dio un sorbo y dejando media medida de aquel oro líquido de otras épocas abandonó el local. Nuestro vigilante creía que se debía tratar de algún socio de la caseta o alguna persona con cierta familiaridad, sobre todo por la forma de comportarse, y no le concedió mayor importancia.

La Feria seguía su curso y al cerrar la caseta a la noche siguiente, sobre las cinco de la mañana hizo irrupción en el interior de la misma aquel mismo personaje… Volvió a repetir la misma actuación y se marchó… La situación comenzó a molestar al vigilante cuando comprobó que la lazada del toldo estaba tal y como él la había dejado al cerrar la caseta. Era como si aquel individuo entrara subiendo el toldo o atravesándolo.

Como en Sevilla se dice, mosqueao por tanta permisividad que estaba teniendo él mismo con aquel perfecto extraño, la tercera noche se dispuso a hablar con aquel bebedor a deshoras de la caseta y revisó todo para saber cómo entraba y por dónde se iba. Al filo de las cinco de la mañana, aquel personaje de corto y clavel reventón entraba en la caseta y se despachaba una copa de luminoso fino.

El vigilante le espetó: «¿No ha tenido usted noche para beber, hombre de Dios? Hay que ver que todas las noches me da usted el susto». Aquella persona lo miró de reojo y no articuló palabra. El vigilante enfadado le recriminó: «¿No va a decir nada? ¡Lo que faltaba! A ver, ¿quién es usted?». Y el sombrío personaje giró su cuerpo apoyado sobre sus talones para decirle: «Me llamo (omitimos el nombre) y tengo más derecho que nadie a estar aquí y tomarme esta copa a solas y como quiera, sepa que soy socio fundador de la caseta y que no encuentro nada malo en reencontrarme con el sabor de esta copa pese a las horas o al tiempo». Fue tal la contundencia en su respuesta que el vigilante poco menos que se disculpó y lo dejó sólo en la barra. En la puerta, viendo como la noche se cerraba en el real y la Feria daba paso al descanso de pocas horas para volver a resurgir al despuntar al alba, echó en falta la salida del locuaz bebedor, entró hasta la barra y no había ni rastro de aquel personaje, solo una botella de fino y una copa a medio llenar sobre la barra. «Habrá salido sin darme cuenta» pensó el sorprendido vigilante.

Al día siguiente decidió, en la tarde, comentarle el suceso al jefe del bar, el cual le comentó que él no sabía quién era, ya que sólo llevaba la barra que la tenía contratada en la caseta. Sin embargo, la oportuna presencia del presidente en la misma le hizo comentarle el suceso. Éste quedó sorprendido por la desfachatez de la gente y le preguntó: «¿Y sabes cómo se llama?». «Sí», respondió el vigilante mientras le decía el nombre de aquel personaje. La situación cambió cuando la cara alegre y sonrosada del presidente se volvió lívida y debió buscar una silla para sentarse: «No puede ser, no puede ser, ¿estás seguro? ¿No será una broma? No puede ser». Asustado un poco, nuestro vigilante insistió en las razones para tal reacción y aquel cariacontecido señor sacó de la cartera una foto. En ella había tres personas, tres amigos, tres feriantes, de todos ellos destacaba el de la derecha, el único que estaba ataviado de corto, con chaqueta negra azabache y clavel reventón rojo en la solapa, con sombrero cordobés sobre una cabeza en la que se deducían amplias entradas y algún diente de menos que aquella sonrisa bonachona le dedicaba a la cámara que inmortalizaba aquel momento. «¿Lo reconoces en esta foto? ¿Está aquí?», le preguntaba mientras sostenía en sus manos aquella añeja fotografía. «Sí, claro, es este señor del lado, vaya, veo que lo conoce, discúlpeme, creí que era un gorrón pero veo que lo que me contó era cierto… Es que su cara no me sonaba», decía el guardia de seguridad tratando de disculparse sin morder la mano que abonaba su estar en la caseta. El presidente le dijo: «Muchacho, debes saber algo… Creo lo que me dices, sé que eres honrado y no mientes, pero esta persona es imposible que venga a la Feria o a cualquier otro sitio porque esta persona murió hace cuatro años en un accidente cuando regresaba de la Feria, esta foto es de las últimas que se hizo…». Aquello dejó un ambiente de intranquilidad y ciertos nervios… Si aquella persona había fallecido aquel individuo desarbolado que entraba por las noches debía ser una aparición de un espíritu inquieto al que le quedó algo por hacer…

Aquella noche presidente y vigilante esperaron al pertinaz y familiar bebedor, pero no apareció. Habían pasado ya las cinco de la mañana y no lo habían visto. Decidieron entrar dentro de la caseta y en la barra del bar, sobre el mostrador, había algo que les inquietó y llenó de asombro. Destacaba una solitaria botella de fino y una copa a medio llenar o a medio beber… A su lado, un marchito clavel rojo… Mudo recuerdo de una visita a deshoras y de una despedida definitiva.